viernes, 31 de diciembre de 2010

Del pasivo al medianil


“Dany, ¿qué vas a hacer estos días?”, preguntó mi mamá al verme tirado en el sillón y con la computadora como mi fiel compañera. Su timbre de voz le adhirió seriedad y un dejo de preocupación a su cuestionamiento. Probablemente ella deseaba escuchar una iniciativa que fungiera casi como propósito de año nuevo, algo así como que buscaría trabajo, pero no, por el contrario, no recibió más que un “no sé” de mi parte, a la par en la que me sumergía más en las letras de uno de esos blogs donde no se dice nada, o sea, se dice todo.

“Vete a visitar los periódicos por tu cuenta... no te quedes aquí encerrado”, sugirió doña Sarita, a lo cual respondí asintiendo con la cabeza, mientras ella dijo su última palabra sin siquiera abrir la boca: una mueca acompañada de una mirada cariñosa –e inconforme.

Dos años después de haber ingresado a la carrera soy más desidioso y estoy más confundido que al inicio. En mi caso el tiempo sólo ha servido para advertirme que el periodismo si bien es apasionante, tiene detalles que no se compaginan con mis intereses e ideales (y no me pregunten cuáles son, ni yo los tengo claros).

Recuerdo que estaba a sólo dos meses de salir de la prepa cuando decidí rescindirle el contrato a Contaduría. Evadir impuestos y engañar al SAT parecía divertido, pero no era la clase de diversión que requería en ese momento. La clase de literatura se había robado por completo el curso, era disfrutable hasta el tuétano. La maestra hacía un vaivén entre los textos de Lorca, los tórridos encuentros con su primo en el closet de su cuarto, la precisión narrativa de Azuela, y las enseñanzas que sin querer nos compartía (eso pensábamos la mayoría, pero seguramente ella tenía todo planeado) –con actos, letras y sonidos– al relatar sus peripecias en el bajo mundo de los libros.

Inexplicablemente en las pruebas de orientación vocacional ningún área había arrasado con las demás, en muchas salí relativamente bien, así que ni esos grandes aportes de la psicología ayudaron en mi elección universitaria. Sin embargo, ahora creo que la respuesta siempre estuvo ahí. Cuando no estaba en el salón de clase me encontraba en las canchas, desparramando sudor, que en mis días de mayor egolatría definía como talento. Junto a los Tibiri Tabara intenté encarnar mis propias batallas futboleras, una copia chafísima de las que semana a semana seguía a través del televisor. Hablar, pensar y vivir en los deportes y por los deportes, no podía dejarme otra opción: periodismo (con especialización en el entorno deportivo). Era obvio, ¿no?

Aquel día salí de mi casa pero inevitablemente no pude virar hacia el sur, tierra que me arrebató magnéticamente durante tres años; de pronto descendí de un microbús, en el norte de la ciudad, inconsciente de mí, frente a una escuela que me resultaba ajena, triste, sorda, a la cual un sujeto llamó “FES Aragón”. Aquel día es quizá este día, porque me gobierna la misma sensación de insatisfacción con la carrera, que ni siquiera el inglés y el portugués me ayudaron a superar. Además, tengo incertidumbre por mi futuro laboral, porque el desempleo, el reportero ciudadano y la democratización de la información se unen a mi existencia indecisa, poco precisa, bastante nublada.

Hoy tengo más interés de estudiar literatura universal y lenguas romances que de adentrarme aún más en la opinión pública, la teoría de las masas y la cienciología de las notas informativas. Al mismo tiempo anhelo que el periodismo sea la nave que me permita realizar los dribles, tiros y pases que en los campos he sido incapaz de realizar.

“La palabra tiene poder, debes estar consciente de lo que dices, las ataduras que consigo trae”, Sarita dixit. Por eso preferí no leer esto en voz alta, así no le confiero mis responsabilidades y dicotomías a la lengua de Cervantes, ella qué culpa, ni la debe ni la teme.