viernes, 22 de marzo de 2013

Monólogos de un perro atrapado por la historia

Hace unos días la revista El Malpensante publicó en Twitter el link del texto "Monólogo de un perro atrapado por la historia", de Wislawa Szymborska. En seguida lo abrí y lo leí. La historia siguió girando en mi cabeza y en mis emociones incluso después del punto final. Así, me vi obligado a profanar el texto a través de algunas conjeturas que imaginan el momento histórico que atrapó al perro. Conjeturas narradas por el perro, por supuesto. Si la casualidad te trajo hasta aquí y quieres conjeturar, ¡adelante, el apartado para comentarios es todo tuyo! O si lo prefieres, olvídate de mi necedad (como ya lo hicieron mis contactos de Facebook) y lee a Wislawa.

***

Hay perros de perros. Yo era uno de los elegidos.

Mis papeles estaban en regla y por mis venas corría
        sangre de lobos.
Vivía en las alturas y aspiraba el olor de los paisajes:
praderas asoleadas, abetos después de la lluvia
y pedazos de tierra bajo la nieve.

Tenía una casa decente y había gente pendiente de mí.
Me alimentaban, me bañaban, me acicalaban,
y daba estupendos paseos.
Respetuosamente, sin embargo, comme il faut.
Todos sabían muy bien de quién era perro yo.

Hasta el más pinche gozque puede tener un amo.
Pero, ojo, cuidado con las comparaciones.
Mi amo era de raza aparte.
La espléndida manada seguía cada paso que daba
y fijaba en él los ojos con asombrado pavor.

Para mí siempre esbozaban una sonrisa
tras la cual se vislumbraba una envidia mal disimulada.
Como yo era el único que podía
saludarlo con ágiles brinquitos,
sólo yo podía despedirlo mordiéndole los pantalones.
Sólo a mí me estaba permitido
recibir caricias y reburujes
cuando tenía mi cabeza en su canto.
Yo era el único que podía fingir sueño
mientras él se inclinaba hacia mí para susurrarme algo.

Con frecuencia se encolerizaba y trataba a la gente a los
          gritos.
Gruñía, ladraba y no cabía
entre las paredes del recinto
Sospecho que yo era el único que de veras le gustaba;
nadie más, nunca.

También tenía mis responsabilidades: esperaba
          y confiaba.
ya que él aparecía brevemente y luego se esfumaba.
Qué hacía allá abajo en las llanuras, no lo sé.
Supuse, sí, que debía de ser urgente,
casi tan urgente
como mi batalla contra los gatos
y contra cualquier cosa que se moviera sin razón
          aparente.

Hay destinos de destinos. El mío cambió de repente.
Vino una primavera
y él ya no estaba.
En casa todo se puso patasarriba.
Maletas, cofres, baúles embutidos en automóviles.
Las llantas chirriando a toda velocidad cuesta abajo
y, luego, silencio tras la curva.

En la terraza trozos y escombros en llamas,
camisas pardas, brazaletes con emblemas negros,
y toneladas y toneladas de cartones machacados
desbordantes de estandartes inútiles.

Me vi a la deriva en medio de esta vorágine,
más asombrado que irritado.
Sentí miradas poco amigables sobre mi pelambre,
como si fuera un perro sin amo,
un gozque fisgón
al que espantan escaleras abajo con una escoba.

Alguien arrancó mi collar con adornos de plata,
alguien pateó mi plato, vacío durante días.
Luego alguien más, antes de alejarse,
se apeó del carro
y me pegó un par de tiros.

Ni siquiera sabía disparar derecho,
pues me vi moribundo durante largo tiempo,
          en medio del dolor,
a merced del zumbido impertinente de las moscas.
Yo, el perro de mi amo.


***

Conjeturas

Año 1940. Alemania irrumpe en el país galo.

Hace unos días los miembros de la SS tomaron París, el presidente dimitió y la gente huye despavorida hacia España... Allí vienen. Acaban de llegar a una campiña a media hora de Bordeaux. El clima, a pesar de que la primavera lleva días haciendo sonreír a los girasoles, es frío, cala los huesos. Huele a incertidumbre. Él, desencajado, se traga el llanto. No es su familia, ellos están a salvo en Madrid. (A salvo del nazismo, porque el franquismo ya los tiene en la mira). Es su nacionalismo herido: cómo carajo el ejército más afamado del mundo -heredero de la estirpe de Napoleón- pudo ser humillado por esos bárbaros desabridos que hace menos de un siglo se odiaban entre sí y no eran alemanes sino prusianos.

Pasos y ladridos. Entre más cercanos los pasos, más sonoros los ladridos. En el patio trasero, los perros agolpados, excitados. Gritos que no entiendo, ni ellos se entienden. Golpes, más golpes. Risas estruendosas. Silencio. Él, mi amo, ya no está más. No percibo el aroma de los otros, los de mi raza. Horas después de que llegaron los intrusos, escuché balazos, palazos. Me descubrieron cuando hurgaron en el granero, donde mi amo, benévolo y piadoso, me escondió para que no sufriera la suerte de los demás. No me han matado hasta ahora, sin embargo cada que se enfurecen vienen y se desquitan conmigo.

Hoy se les fue la mano. La sangre que escurre de mi pulmón forma un charco donde claramente está la cara de él, la cara de mi amo. En el delirio me veo persiguiéndolo, estrechando el vínculo y reduciendo la angustia, la distancia.


viernes, 8 de marzo de 2013

Archipiélago: el devenir de la isla


Contrario a la sentencia popular, hay cosas que sí son lo que parecen y hechos que, sin más, no tienen un porqué. 

Debatan la frase anterior no sin antes considerar la siguiente carta que me encontró en la Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería mientras buscaba una parte de mí en la bolsa sucia y roída de la basura (¿cuántas mitades de mí he dejado en el camino tras cada una de las colisiones que he protagonizado? Ergo, ¿soy una ínfima parte de lo que algún día fui, o creí haber sido, o pude haber sido?).

“¿Cuál es la diferencia entre signo y símbolo?”, le preguntó Myu a Sumire. Exactamente la misma pregunta que ella, una semana antes, me había hecho. Traté de recordar mis clases de teoría de la comunicación y esbocé una respuesta sin tanto choro no tan clara. Me pasa con ésta y otras nociones del mundo lo que a San Agustín con la definición de tiempo: “si no me lo preguntan, lo sé; si me lo preguntan, no sé explicarlo.” A diferencia de Sumire, no desperté a ningún amigo a las tres y media de la madrugada para que me ayudara a entender esa diferencia y así explicarla con mayor soltura la próxima vez; si acaso había próxima vez. ¿La habrá?

¿Por qué con tantos libros por leer había elegido uno que hasta hace dos días no tenía contemplado? ¿Y por qué algunas páginas parecían estar redactadas a partir de mis vivencias de los últimos días? Antes que me tachen de exagerado, enlistaré siete coincidencias (?):
* Sumire conoció a Myu en un evento al que no estaba segura de ir.
* Sumire no eligió su asiento, por lo tanto tampoco eligió quedar a un lado de Myu.
* Cuando posó sus ojos sobre Myu, un rayo cruzó la atmósfera de Sumire, atravesó su núcleo y la fulminó.
* Myu tenía una pareja a quien casi no veía.
* Myu tenía mayor experiencia que Sumire. No sólo por haber nacido antes sino por lo que hasta entonces había enfrentado. Con sutileza y elegancia desplegaba los conocimientos aprehendidos.
* Sin saber quién era, Myu confió en Sumire. Le regaló una nube que, como la de Gokú, era capaz de transportarla a donde ella quisiera. Un lugar distinto cada vez.
* Era tanta la energía en el núcleo de Sumire, que pudo, por fin, cruzar la frontera del “nunca he hecho esto; mejor me callo y me siento”. Acto seguido se encontró con otra frontera, la de Myu: “sí me gustaría pero no ahora mismo no puedo; quién sabe después”. 

Ella vino a revolver todos los papeles de mi cajón secreto. El cajón del fondo del escritorio, aquel que resguardo con llave. ¿Acaso me robó la llave? Y si ya tenía una copia de la llave, ¿cómo la consiguió? Recién terminé de pensar en esto, abrí los ojos y la busqué con vehemencia por toda la habitación. Para entonces ella ya era un recuerdo de ese encuentro fortuito a las afueras del baño, luego de no vernos ¡durante casi 48 horas!: ese abrazo apretado, reparador y larguísimo, esa mejilla tersa y colorada a la que besé en una, dos y hasta tres ocasiones, ese “me dio mucho gusto verte”, que en realidad quiso decir “me estoy enamorando de ti.”

Recuerdo la noche en que tras rescatar unas flores y entregárselas, subí corriendo las escaleras y llegué a la azotea del Palacio. Me recosté sobre una plataforma y, aturdido, me entregué a los brazos de la noche. Ahogué el llanto en tanto pensaba si desde la torre latino alguien me estaría observando. Sin lentes y envuelto por una negritud insondable, me sentía más vulnerable que de costumbre. 

No estoy seguro, no estoy para nada seguro de haberle entregado una hojita verde donde le confesaba que nuestro vínculo era el sueño de alguien más. Para darle fuerza a mi argumento cité seis imposibilidades –como Alicia antes de cortarle la cabeza al Jabberwocky. 

Ahora tengo miedo. Soy como ese perrito asustado que da vueltas alrededor de la casa de mi amigo. Sin noción del tiempo, sin guarida y con la guardia desvanecida, idéntico al boxeador que pide a gritos ser noqueado e irse a casa a lamerse las heridas.

***

Así, de la nada, Murakami me asestó un rodillazo en el bajo vientre. Mientras estuve en el piso, masculló en español: “¿ya ves, cabrón?, y tú que no querías leerme. Gracias a que no tenías grandes expectativas conmigo me ha resultado más fácil sorprenderte.”