Una de las claves para no perderse en El Laberinto de la Soledad es, parafraseando a Nietzsche, caminar por el mundo con eterna vivacidad, dejando de lado el soborno de la vida eterna.
Octavio Paz atendió ese consejo y gracias a ello nació cuatro veces: sus padres lo engendraron; se concibió poética e ideológicamente; se reinventó política y espiritualmente; y tras fallecer el 19 de abril de 1998, sus libros, lectores y, por qué no, sus detractores, se han encargado de brindarle un cuerpo inagotable e imperecedero: la lengua, la Libertad bajo Palabra.
Paz creció influido por los ideales de la Revolución Mexicana, los cuales defendió e hizo suyos, al grado de que “quiso ser héroe, revolucionario... redentor”, señaló hace unos días el historiador mexicano Enrique Krauze. Asimismo, la doctrina marxista fue la bandera de su juventud y de sus inicios como poeta.
Sin embargo, con el tiempo fue perdiendo fe en el marxismo. Comenzó a alejarse de los filósofos que alguna vez admiró. Dejó de lado el radicalismo, ya que –decía– no era benéfico para la construcción de una nación democrática. Con la caída del Muro de Berlín sintió que el tiempo le había dado la razón.
Octavio careció de paz cuando la izquierda le dio la espalda. Por tal motivo (además de que no veía al proyecto del PAN como una opción viable) le dio la Vuelta a sus opositores –y a sus principios–: apostó por el PRI, por Salinas de Gortari... y perdió, en ese juego perdió y más tarde lo reconoció.
Esas contradicciones entre el poeta y el intelectual, el joven revolucionario y el adulto conservador, generaron –y lo siguen haciendo– debates, disputas y distanciamientos entre socialdemócratas y comunistas, dividiendo a la izquierda mexicana por muchos años (incluso durante el proceso electoral de 1988, que pretendía concentrar a todos los grupos en torno a la figura de Cuauhtémoc Cárdenas, a quien, por cierto, Paz no apoyó).
Infortunadamente, el autor de Águila o Sol nunca pudo distanciarse de la “dictadura perfecta” (Vargas Llosa dixit), pues creía que el sistema debía reformarse a sí mismo. Ese fue el pecado que la izquierda recalcitrante maximizó y que el liberalismo –antes centralismo autoritario– obvió.
El valor simbólico de su pensamiento, fuera del terreno literario, es discutible, polariza opiniones y no cohesiona ni enamora como lo hacen sus versos. Empero, se equivocan quienes pretenden diluir la obra de Paz con los desatinos políticos que tuvo. Se equivocan también quienes lo endiosan, pues visto así resulta un ser lejano y elitista.
"El arte no es un espejo en el que nos contemplamos, sino un destino en el que nos realizamos", decía el Lord Byron de Mixcoac. El valor simbólico y estético de su arte es enigmático, abrasador y abrazador: abrasador porque sofoca la garganta y los sentidos al irradiar pasión; y abrazador porque es una charla íntima, desafiante y cariñosa, tan personal como colectiva, sencillamente compleja.
Estas líneas se suman al homenaje rendido a Octavio Paz el pasado 19 de octubre, cuando se le puso su nombre a uno de los recintos de la nueva sede del Senado.
Sea ésta una elegía, no una apología. Sean estas Letras Libres un punto de encuentro, un Proceso de diálogo alrededor de El Arco y la Lira del ganador del Premio Nobel de Literatura 1990.
Las ideas de Paz son siempre chispazos: sólo una de ellas basta para incendiar el bosque entero.