viernes, 24 de agosto de 2012

Borges y yo


"Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas... 
No sé cuál de los dos escribe esta página." JLB

Anoche soñé con un argentino atípico. Escritor por vocación, la teología era su pasión. Aprendiz de infinidad de expresiones culturales, no se resignaba a ser únicamente Jorge Luis Borges. La existencia de este hombre sin tiempo –o quizá sería más preciso decir, hecho y moldeado por el tiempo– se bifurcaba con rapidez por el mundo a causa de la memoria –individual y colectiva– y del pensamiento que guiaba su vida: un hombre es al mismo tiempo todos los hombres.

Fue así como transformó su ceguera, heredada de su padre, en una oportunidad invaluable: observar el mundo a través de los ojos de todos los seres humanos de la historia, incluyendo los de Adán y Eva, testigos del nacimiento de la gloria y la infamia, de la imaginación y la realidad.

En la primavera de 2010 Georgie me abrazó súbita e intempestivamente con sus FiccionesDespués de ese encuentro y gracias a la magia de este libro –y a la de mi amigo Jorge Arturo, quien fue el intermediario en los primeros escarceos entre Borges y yo– no podía sino adentrarme aún más en él. Ésa fue la condición que la vida me puso para poder seguir al lado del argentino: escudriñar su obra; leerle y leerlo.

El 24 de agosto de 1899 la calle Tucumán, situada en el puerto de Buenos Aires, fue el epicentro del primer acontecimiento borgiano: el nacimiento de Jorge Francisco Isidoro Luis Borges, primogénito del matrimonio entre Jorge Guillermo Borges Haslam y Leonor Acevedo Suárez, ambos descendientes de próceres de la independencia argentina. Sobre su nacimiento, el propio Borges diría que “posiblemente no ocurrió nunca”.

miércoles, 22 de agosto de 2012

Ser sin tiempo (JJOO 2012)


El tiempo es oro. O no. Estamos en una época donde el tiempo, o mejor dicho, la percepción que de él tenemos al medirlo, regula todo tipo de relaciones y mide la eficacia y la eficiencia. Nos atamos al tiempo y encima creemos que es nuestro, que lo podemos vencer, delimitar y deformar a nuestro antojo.

Y cómo no sucumbir ante esa idea si de pronto un jamaicano alegre, ufano, de espíritu y piernas libres, corre –despreocupado– los 100 metros planos en 9.63 segundos, mejorando su marca del ciclo olímpico anterior. En cualquier empresa siempre sería el empleado del mes, porque no sólo hace lo que debe y puede, encima hace lo que le gusta: a 10 metros del final voltea a las cámaras, disminuye la velocidad, se lleva el dedo índice de la mano derecha a la boca y con ello silencia a quienes dudaban de su capacidad, a los espectadores y, sobre todo, al tiempo.

Los Juegos Olímpicos de Londres 2012 brindaron innumerables ejemplos de cuán infinito, relativo y caprichoso es el tiempo. Y quizá la lección más importante para los 10 mil 500 atletas de 204 naciones distintas fue comprender, probablemente sin ser conscientes de ello, que la relación entre El ser y el tiempo  sólo puede ser armoniosa a través del dasein, término con el cual el filósofo alemán Martin Heidegger denominó el acto de ser ahí, de estar aquí y ahora.

Sin embargo, ese lugar donde la integridad del ser humano se funde con el tiempo-espacio puede ser trágico: la esgrimista surcoreana Shin A Lam luchó contra sí misma, contra la alemana Britta Heidermann –vigente campeona olímpica– y contra los jueces. Durante su competencia en la Arena ExCeL derrotó uno por uno a sus rivales. Pudo contra todos excepto contra el capricho de la time keeper (persona que juega a ser el dios del tiempo en la esgrima, pues controla el cronómetro de la competencia), quien decidió que un segundo fuera eterno y acabara justo cuando la espada de Heidermann entró en el pecho de Lam, luego de dos intentos anteriores que habían resultado infructuosos. En seguida la time keeper decidió que era suficiente y vació el tiempo.

Los surcoreanos suplicaron a quienes en esta ocasión usurpaban a los dioses del Olimpo. No hubo marcha atrás. Lo que sí hubo fue un llanto conmovedor y genuino de parte de Shin, acompañado por los aplausos y las ovaciones de parte del público que había atestiguado aquella estafa. La jalonearon, la intimidaron, la amonestaron y la amenazaron con no dejarla pelear por la medalla de bronce. Ella fue digna, siempre digna. Muchos dicen que tras una hora de llanto se fue al vestidor. Otros, los menos, creemos que quien se fue y luego regresó para la pelea por el bronce, no era ella; creemos que ella sigue siendo ahí, sentada sobre la pista de esgrima, sin soltar la espada de la justicia –poética.

Por otra parte, también hubo momentos donde el tiempo se compactó de tal forma que parece nunca haber sido. El yudo dio dos muestras de ello: la saudí Wojdan Shaherkani y la mexicana Vanessa Zambotti duraron 90 segundos sobre el tatami. Pero la perspectiva de ambas fue muy distinta. Wojdan hacía historia al ser la primera mujer de su país en participar en una olimpiada; Zambotti hacía historia al ser la mexicana con peor participación en esta olimpiada, dilapidando así cuatro años de entrenamientos. Para Wojdan ese minuto y medio fue la gloria, venció a sus detractores y a la Federación de Yudo que no quería dejarla combatir con hiyab; para Zambotti ese minuto y medio fue un parpadeo que la cegó y la puso al borde del abismo, del retiro. 

Y no puede hablarse de hechos casi mitológicos sin evocar al tritón moderno: Michael Phelps. Porque más allá del exitismo de los números y las estadísticas, pues 22 medallas (18 de oro, 2 de plata y 2 de bronce) en Juegos Olímpicos parecen ficción, el hombre (¿no será de otra especie?) de Baltimore nada de forma tan extraordinaria que si un extraterrestre lo viera probablemente creería que aquí, en la Tierra, todos somos anfibios.

A pesar de los pesares, de las lesiones, de las malas decisiones, de los jueces y árbitros ciegos y parciales, Londres fue una linda y noble llamarada que alumbró, alumbra y, quizá, si así lo quieren los juglares, alumbrará por mucho tiempo al mundo entero. Así de intrigante y diverso es él: el tiempo.