–Pero hombre, no se preocupe, ¡la vida es hermosa! –se repite sin parar, sin dejar de llorar–. Porque en este mundo, en este mundo chambón y jodido –parafrasea a Galeano–, no será el amor sino los amantes quienes, aun sin saberlo, apagarán las hogueras de la violencia y encenderán las fogatas de la libertad, de la dignidad –dice con asombrosa sinceridad pero sin la convicción de ser el protagonista de tal delirio.
Helo allí: sumido en el sofá, con las extremidades perdidas en las cobijas hechas bolita, con los cabellos que alborotados gritan cuán vivos están, con los ojos perdidos en la pantalla de la computadora –que tiene sobre las piernas–, la cual contiene las líneas sin rumbo que pretenden configurar una carta.
Ahora mismo pasa por su corazón un chiste localísimo y secreto –porque aún no se atreve a contarlo en público– que va más o menos así: ¿cuál es el verdadero nombre del escritor Guy Maupassant? Guy de Mazapán. En efecto, el humor no es su mejor talento.
–Ah, pero qué tal con los aforismos, viejo –dice en voz alta y con un tono presuntamente argentino–, a esos chiquillos sí que los domino, soy su Perón, qué digo Perón, ¡soy su Videla! –en seguida ríe, luego calla y de nuevo ríe... Ríe de su falta de creatividad, o mejor dicho, de su palurda creatividad.
“Ultraísmo: poesía con anorexia; verso en peligro de extinción”, redacta en su cuenta de Twitter, espacio donde espera ser buscado y encontrado, tiempo sin tiempo donde no desespera –como cuando habla con alguien frente a frente–, únicamente espera. ¿Y qué espera? Espera ser soñado, amplificado, nombrado y, por qué no, retuiteado. No importa cuál es su cuenta, no importa cuando en el fondo ni siquiera él sabe qué diablos hace ahí, tirando papelitos al viento, al escaso viento del desierto. Tirando papelitos usados, sucios, tachados, enmendados: contaminando.
Quizá contamina para desintoxicarse, para exhalar, para suspirar, para admirar más de cerca ese mundo que tanto miedo e intriga le da. También para llorar de la risa o reír del llanto, tal como en este momento le ocurre. Y digo le ocurre porque es una ficción realizada por sus sentires y pensares. Una humeante ficción que comete para (sobre)vivir.
Los sonidos del vecindario se cuelan por las ventanas entreabiertas, por debajo de la puerta, en ese pequeño orificio donde caben todos los sueños –y pesadillas– del mundo. Todos excepto los tuyos, Emmanuel, ¿me escuchas?, excepto los tuyos. Pero qué va, tú no escuchas a alguien, sólo escuchas a nadie, a esa ausencia amorfa que anhelas llenar de ti, a esa nadie que de tanto nombrarla has convertido en alguien. Sin embargo alguien no puede entrar, y no puede porque no la dibujas con palabras, porque no le dibujas palabras.
No, Emmanuel, no basta teclear. No seas lerdo. Sabes que no basta con ello. Teclear es querer, escribir a mano es amar, dice el tango. Tú que tanto gustas de milongas y tangos, deberías saberlo. Tú que tantos tangos haz hecho por un helado, una pelota, un videojuego, un permiso, una moneda, una mujer y tantas cosas más, deberías saberlo de memoria.
Si te dejaras de pavadas, si tu libro de cabecera fuera el infinito e inmutable Universo, si por un momento hicieras a un lado esa virtualidad a la que has reducido tu espiritualidad, tu situación sería muy distinta. Si salieras al patio y observaras la inscripción que esta tarde forman las nubes, posiblemente te entusiasmarías, (re)vivirías:
“¡Ay, Manu! ¿Por qué me haces esto? ¡Por qué! Si acaso te abalanzaras al espejo más próximo y deletrearas mi nombre, si acaso pusieras tus ojitos al descubierto, tus lágrimas sobre mi cuerpo. Eres un tonto, un gran tonto. Cómo quieres que tu carta me llegue si no me enseñas a nadar y navegar en tu mar, si lloras en vano porque no tienes la valentía de hacer que corra el agua e inunde nuestras tierras, en vano porque dejas que esas aguas se vayan al desagüe, a la mierda...” Fragmento de la inscripción iridiscente hallada en las nubes del pasado-presente-futuro 29 de febrero.