"Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas...
No sé cuál de los dos escribe esta página." JLB
Anoche
soñé con un argentino atípico. Escritor por vocación, la teología era su
pasión. Aprendiz de infinidad de expresiones culturales, no se resignaba a ser
únicamente Jorge Luis Borges. La existencia de este hombre sin tiempo –o quizá
sería más preciso decir, hecho y moldeado por el tiempo– se bifurcaba con
rapidez por el mundo a causa de la memoria –individual y colectiva– y del
pensamiento que guiaba su vida: un hombre es al mismo tiempo todos los
hombres.
Fue así como transformó su ceguera, heredada
de su padre, en una oportunidad invaluable: observar el mundo a través de los
ojos de todos los seres humanos de la historia, incluyendo los de Adán y Eva,
testigos del nacimiento de la gloria y la infamia, de la imaginación y la
realidad.
En la primavera de 2010 Georgie me abrazó súbita e
intempestivamente con sus Ficciones. Después de ese encuentro y gracias a la magia de este libro –y a la de mi amigo Jorge Arturo, quien fue el intermediario en los primeros
escarceos entre Borges y yo– no podía sino adentrarme aún más en él. Ésa fue la
condición que la vida me puso para poder seguir al lado del argentino:
escudriñar su obra; leerle y leerlo.
El 24 de agosto de 1899 la calle Tucumán, situada en el puerto de Buenos Aires, fue el epicentro del primer acontecimiento borgiano: el nacimiento de Jorge Francisco Isidoro Luis Borges, primogénito del matrimonio entre Jorge Guillermo Borges Haslam y Leonor Acevedo Suárez, ambos descendientes de próceres de la independencia argentina. Sobre su nacimiento, el propio Borges diría que “posiblemente no ocurrió nunca”.
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