El tiempo es oro. O no. Estamos en una época
donde el tiempo, o mejor dicho, la percepción que de él tenemos al medirlo, regula todo tipo de relaciones y mide la eficacia y la eficiencia. Nos atamos
al tiempo y encima creemos que es nuestro, que lo podemos vencer, delimitar y
deformar a nuestro antojo.
Y cómo no sucumbir ante esa idea si de pronto
un jamaicano alegre, ufano, de espíritu y piernas libres, corre –despreocupado–
los 100 metros planos en 9.63 segundos, mejorando su marca del ciclo olímpico
anterior. En cualquier empresa siempre sería el empleado del mes, porque no
sólo hace lo que debe y puede, encima hace lo que le gusta: a 10 metros del
final voltea a las cámaras, disminuye la velocidad, se lleva el dedo índice de
la mano derecha a la boca y con ello silencia a quienes dudaban de su
capacidad, a los espectadores y, sobre todo, al tiempo.

Sin embargo, ese lugar donde la integridad
del ser humano se funde con el tiempo-espacio puede ser trágico: la esgrimista
surcoreana Shin A Lam luchó contra sí misma, contra la alemana Britta
Heidermann –vigente campeona olímpica– y contra los jueces. Durante su
competencia en la Arena ExCeL derrotó uno por uno a sus rivales.
Pudo contra todos excepto contra el capricho de la time keeper (persona que juega a ser el dios del tiempo en la
esgrima, pues controla el cronómetro de la competencia), quien decidió que un
segundo fuera eterno y acabara justo cuando la espada de Heidermann entró en el
pecho de Lam, luego de dos intentos anteriores que habían resultado
infructuosos. En seguida la time keeper
decidió que era suficiente y vació el tiempo.
Los surcoreanos suplicaron a quienes en esta
ocasión usurpaban a los dioses del Olimpo. No hubo marcha atrás. Lo que sí hubo
fue un llanto conmovedor y genuino de parte de Shin, acompañado por los aplausos
y las ovaciones de parte del público que había atestiguado aquella estafa. La
jalonearon, la intimidaron, la amonestaron y la amenazaron con no dejarla
pelear por la medalla de bronce. Ella fue digna, siempre digna. Muchos dicen
que tras una hora de llanto se fue al vestidor. Otros, los menos, creemos que
quien se fue y luego regresó para la pelea por el bronce, no era ella; creemos
que ella sigue siendo ahí, sentada sobre la pista de esgrima, sin soltar la
espada de la justicia –poética.

Y no puede hablarse de hechos casi
mitológicos sin evocar al tritón moderno: Michael Phelps. Porque más allá del
exitismo de los números y las estadísticas, pues 22 medallas (18 de oro, 2 de
plata y 2 de bronce) en Juegos Olímpicos parecen ficción, el hombre (¿no será
de otra especie?) de Baltimore nada de forma tan extraordinaria que si un
extraterrestre lo viera probablemente creería que aquí, en la Tierra, todos somos anfibios.
A pesar de los pesares, de las lesiones, de las malas decisiones, de los jueces y árbitros ciegos y parciales, Londres fue una linda y noble llamarada que alumbró, alumbra y, quizá, si así lo quieren los juglares, alumbrará por mucho tiempo al mundo entero. Así de intrigante y diverso es él: el tiempo.
A pesar de los pesares, de las lesiones, de las malas decisiones, de los jueces y árbitros ciegos y parciales, Londres fue una linda y noble llamarada que alumbró, alumbra y, quizá, si así lo quieren los juglares, alumbrará por mucho tiempo al mundo entero. Así de intrigante y diverso es él: el tiempo.
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